-¡¡¡ RUBIAA !!! NO SUBAS AL TREN!!!- escucha vociferar a lo lejos.
Está sentada esperando el vagón que la llevará a casa intentando concentrarse en el libro de Borges y en sus Ruinas Circulares. Sin éxito...
Esa voz... -Es imposible- pensó.
No levantó la cabeza del libro por temor a verse descubierta intentando cazar un grito del que no era destinataria.
-¡RUBIII, Oyee, no subas, espérame ahí!
Esa voz...
Alzó la mirada y en el andén contrario milagrosamente estaba el artista.
Movía los brazos para llamarla también con ellos y asegurar la recepción de su mensaje.
El artista corriendo abandonó el andén, desapareció de su vista para a los dos minutos materializarse delante de su persona.
Sonrieron ambos casi de la misma forma y se fundieron en un largo abrazo mientras el tren que la llevaba a casa se cruzaba con el que él iba a tomar instantes antes.
Rubia hace tres años que no lo ve. No hay día que no rememore la época en que el artista pintaba su espalda en lienzos.
La última vez que lo vió, cenaron e hicieron el amor. Hablaron poco. Y no fue por timidez. Ella se dejó invadir de arte, se dejó querer.
Pensando que iban a retomar el asunto donde lo dejaron, ella decidió que hablaría después de amarle: dedicaría toda la mañana a contarle lo mucho que lo había extrañado en ese año.
Detallaría paso a paso cómo ella había perdido el miedo a querer, a quererle. Le haría partícipe de todo el proceso, que estaba segura él entendería. De cómo se había dado cuenta de todo lo ocurrido. De cómo las ideas se aclaraban a medida que el pánico a seguir enamorándose de él se esfumaba poco a poco...
La mañana siguiente no fue cómo ella había imaginado.
El artista tenía un compromiso y no pudo compartir café ni mermelada ni charla.
Rubia, con su discurso, su decepción y su ruptura de lo no existente partió camino a casa en la mañana que luego recordaría como una de las más deprimentes.
Desde entonces, Rubia no dormía bien ni una sola noche.
Durmió con su Rubia esa noche. Añoraba su olor desde hacía casi un año. Salió de malas pulgas del portal porque no podría disfrutar de la charla de los ojos de Rubia en el desayuno.
En la familia del artista apareció el infortunio justo ese mismo día. Estuvo incomunicado. Hablando sólo con sus cuadros y consigo mismo unos meses. Cuando decidió llamar a Rubia, ésta había desaparecido.
La última vez que intentó verla le mandó a paseo con su vehemencia característica. La que alimentaba el pánico del artista.
En estos últimos años llevaba una vida completa. De burgués de izquierdas al que no le falta de nada.
Refinamiento en estado puro.
Mantenía una vida estable... Cada año y medio... Con la mujer que ese tiempo tocaba querer.
Pero se había dado cuenta desde el trágico accidente que los separó accidentalmente, de que su Rubia era lo que faltaba. Lo tenía todo menos a ella, sin embargo, jamás se atrevió a decir ni media palabra. Ella no lo ponía fácil. Era la incrédula más inteligente con la que se había topado nunca. Y él se moría de miedo.
Todas las noches, solo o en compañía, soñaba con ella.
Concentrado en una de sus canciones favoritas de Quique González esperaba el tren dando su minipaseo obsesivo que la espera le provocaba siempre.
Al sonar la megafonía del subterráneo, en un acto reflejo por encima de sus gafas levantó la vista. En el andén opuesto estaba ella leyendo el ejemplar de Borges que él le regaló hace ya lo que al artista le parecía un siglo.
RUINAS CIRCULARES
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